Cuando hablamos de competencias y tecnologías, tengo la sensación de que el foco se centra más de lo debido en la posición de receptor de contenidos ubicados en la red que en el posible rol de creador de los mismos. Curiosamente la mayoría de las iniciativas giran en torno al acceso a plataformas de publicación de contenidos, dominio de las técnicas de búsqueda y la protección de los datos de uno mismo y, si además trabajo con menores, el acceso de los mismos a ciertos lugares y su protección hacia personas o conductas dañinas para ellos.
Es cierto que todo esto es necesario, es muy importante dotar de estrategias al alumnado para que identifique qué plataformas o que tecnologías pueden usurpar su identidad, cuales dinámicas están diseñadas para atraparlos y proporcionar datos privados para fines nada positivos o identificar a aquellas personas que pueden estar buscando una relación personal más allá de la sana y respetuosa.
Pero creo que nos olvidamos en ocasiones que estas conductas no son digitales ni tienen que ver con la tecnología, son realmente actitudes que debemos provocar y potenciar en cualquier ciudadano dentro y fuera del mundo digital. No creo que tenga sentido dotar de estrategias dentro de la red en cuestiones como la protección y detección de situaciones peligrosas y no hacerlo fuera de la misma. Realmente no es cuestión de conocimientos técnicos sino de aquellas habilidades relacionadas con la interacción humana utilizando diferentes canales: el lenguaje corporal, el lenguaje visual, el lenguaje oral y escrito (las intenciones directas y subyacentes, las interpretaciones de lo escrito y de lo oído, los mensajes subliminales,…). Para todo ello debemos educar en un ambiente rico y diverso y seguramente es hora de que el lenguaje sea visto como algo más que la letra impresa sobre papel, algo que llevamos demasiado tiempo haciendo.
Aprender a escuchar una cuña de radio o descifrar un anuncio en TV es importante pero también lo es aprender a reconocer patrones de comportamiento en un foro o las insinuaciones en un chat.
Pero no es de esto de lo que quiero hablar. En realidad mi intención es otra: hablar de nuestras actuaciones amparados en el anonimato de la red, un anonimato falso todo sea dicho y, por otro lado, hablar de nuestras actitudes a la hora de enjuiciar a los demás, escondidos detrás de la pantalla. No me refiero a juicios que hacemos con argumentos y exponiéndonos en público sino de aquellas actuaciones que no aportan nada, que no argumentan y que se amparan en un formato de comunicación que permite disfrazar nuestra imagen o simplemente no decir nada de quien somos.
El hecho de no contar con esa persona sobre la que emitimos el juicio delante de nosotros parece que nos da cierta licencia a ser mucho más desagradables, maleducados o incluso crueles. Me recuerda a la influencia que ejercen las masas sobre el individuo en ciertas circunstancias como una manifestación que llega a ser violenta o los miles de personas que van al fútbol para vomitar insultos que no se atreverían a decir si tuviesen a esa persona cara a cara.
Es curioso pero las redes sociales y las plataformas han establecido una forma muy sencilla de valorar a los demás: un dedo para abajo, un simple comentario sin nada que apotar y con gran carga de desprecio, cero estrellas… Y todo sin pensar como afectará al receptor de semejante mensaje tan poco construictivo y tan vago en los argumentos.
Los casos más llamativos son igualmente una alerta del tipo de persona que estamos ayudando a crecer, la de «puedo decir lo que me plazca en la Red» o la de «La libertad de expresión me permite soltar animaladas porque en intenet hay libertad de la buena».
Esa interpretación de lo que es, a las claras, un mal uso de las redes sociales nos tiene que alertar de la necesidad de ayudar a construir personas sanas en la vida real y a construir personas responsables de sus actos dentro y fuera del mundo digital. Ni más ni menos.
Actualización
He descubierto que a esto lo denominan «efecto máscara«… y creo que le viene el término que ni pintado.